Cuando se acaba de cumplir el segundo centenario del nacimiento del
gran escritor estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849), pionero del
terror psicológico, de la novela detectivesca y de ciencia-ficción,
crítico agudo y maestro de generaciones enteras de boquiabiertos
autores en dichos campos, no está de más hacer repaso, con tan amplia
perspectiva histórica, de su importancia y vigencia reales al cabo de
dos siglos. Poe no sólo dejó hace mucho de suscitar agrios debates
sobre su vida y obra: despierta aún más pasiones que antes. Sus armas
eran variadas, sutiles y de extrema eficacia: su literatura consistía
en una suerte de retórica de fuego cruzado que reunía sensibilidad e
inteligencia, horror y análisis.
El poderoso hechizo que ejercía sobre
el lector siempre llamó la atención a T. S. Eliot y el experto poeano
Julio Cortázar lo hacía derivar, por una parte, de la intensidad narrativa que lograba imprimir en sus historias, y por otra del llamativo elemento de anormalidad
presente en las mismas. Este ascendiente no ha hecho más que crecer
con el paso del tiempo. Las ediciones poeanas se suceden con
regularidad en todas las lenguas cultas. En España, por ejemplo, entre
2005 y 2007, se editaron más de treinta libros de este autor. Por otra
parte, tanto el propio personaje como su procelosa imaginería siguen
reproduciéndose masivamente a través de todos los medios: la literatura,
el cine, el cómic, las artes gráficas…
Muestra curiosa de su inmensa popularidad es la atención
reverencial, y hasta obsesiva, que recibe por parte de las distintas
wikipedias. En la de habla inglesa, Poe cuenta con un portal exclusivo y
no debe albergar menos de cien artículos vinculados, bien directamente a
su figura, o bien a su obra, parientes, y hasta enemigos, como el
crítico Rufus W. Griswold, autor de una perversa y adulterada biografía
que hundió la reputación del poeta después de muerto. En castellano, treinta
de sus relatos breves (no obras de envergadura, sino simples cuentos)
cuentan con artículo propio. Ningún otro autor ha salido tan favorecido
en este terreno: ni Shakespeare, ni Cervantes, ni Dickens han recibido
tamaña atención por parte de las enciclopedias virtuales.
Poe, por tanto, se ha convertido en autor muy popular,
pero también en un clásico de la literatura de todos los tiempos, a la
altura de los más grandes. Tal aseveración se halla suficientemente
avalada por la crítica tradicional. Iniciada por el susodicho “Yago de
la literatura” (según lo llamó el biógrafo de Poe, Georges Walter), la
leyenda negra que le persiguió en vida y muerte (malvado, drogadicto,
lunático) empezó a ser desmontada hace más de cien años, y hoy se halla
definitivamente refutada por las primarias devociones y envidias que
logró suscitar entre sus contados pares literarios. Baudelaire,
Dostoyevski, Mallarmé, Maupassant, Kafka, Lovecraft, Cortázar, lo
adoraron como un dios literario, y los comentarios negativos que le
dedicaron los Stevenson, Huxley o Yeats no admiten otro comentario que
el de excepción que confirma la regla, especialmente por lo poco
certero de sus planteamientos. Stevenson, en particular, se nos muestra
apasionadamente renuente y contradictorio. Por una parte, alaba su
gran instinto narrativo, por otro deplora su inhumanidad y autocomplacencia, y su rebuscada crítica a relatos como “El pozo y el péndulo” o el “Arthur Gordon Pym”
es muy discutible, precisamente por lo rebuscada. Poe para Stevenson
no era humano, aunque sí un gran seductor literario. ¿En qué quedamos?
Hay una circunstancia en la que todos, o casi todos sus
exégetas, han venido a ponerse de acuerdo. Si el genio artístico de Poe
daba pie a controversia, era, si acaso, en el terreno poético. Sus
ficciones cortas, como las de Chéjov, Borges o Carver, pese a sus
contenidos más frecuentes, son de factura luminosa, irreprochable,
modélica en todos los sentidos. Ya Cortázar destacó en ellas su
elaborada sencillez, lo ajustado del ritmo, la exquisita proporción
entre los elementos narrativos. Quizá no ha sido suficientemente
analizada la propia ejecución, más en concreto, su absorbente
musicalidad. Un análisis sucinto muestra pronto que el autor, aparte de
narrador, fue poeta experimentado. Su agudo sentido para los detalles
se demoraba a voluntad en determinados pasajes o elementos, logrando un
potente efecto rítmico, y de amplificación, que contribuía en gran
manera a enfatizar la verosimilitud de la historia. ¿Es ese equilibrio
entre crescendos y tempos llanos; esa intensificación
de ciertos, muy precisos, pormenores de la trama, en menoscabo de
otros, lo que refuerza hasta tal punto, hoy igual que hace siglo y
medio, su gran poder de fascinación? No, meramente nos ayudan a ahondar
un poco más en la intemporalidad del genio.
Texto del artículo en literaturas.com, 2008
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