Pese a que el
infortunio, uno de los ingredientes fundamentales del malditismo literario, no
se ha cebado a lo largo de la historia con particular virulencia en los
escritores de terror, sí lo hizo señaladamente en algunos de los más
importantes: Edgar Allan Poe, John William Polidori, Gustavo Adolfo Bécquer,
Margaret Oliphant, Guy de Maupassant, Richard Middleton, Ambrose Bierce, Frank
Belknap Long (discípulo de Lovecraft), el uruguayo Horacio
Quiroga, imitador de Poe, etc. Poe y Belknap Long padecieron directamente la más indigna pobreza. El poco
conocido pero excelente escritor de fantasmas inglés Middleton, así como el secretario
de Lord Byron, Polidori, y Quiroga, no sabiendo o pudiendo aprovechar el
singular talento de que disfrutaban, optaron por el suicidio, con el fin de
reparar por la vía rápida sus muchos complejos, miedos y crisis personales.
Bierce, “el amargo”, precursor de Lovecraft como Poe, fue escritor raro y
tampoco muy bien visto en su tiempo, y ante el cada vez más exigente engorro
que encontraba en la vejez, parece ser que tomó la cómoda determinación de
hacer que otros lo “suicidaran”, adentrándose en Méjico justo cuando había
estallado la revolución. Oliphant (autora de la muy recomendable novela corta
“La puerta abierta”, 1882), viuda prematura, trabajó siempre a destajo con la
pluma para mantener a su familia, asistiendo, no obstante, durante años, impotente,
a las sucesivas pérdidas de sus más allegados, lo que finalmente la mató de
pena. Bécquer constituye el epítome del poeta romántico, relegado a segundo
plano por sus contemporáneos y muerto prematuramente de tuberculosis. El
francés Maupassant, escritor flaubertiano de éxito en su juventud, debido a la
sífilis y a su natural neurótico, acabó perdiendo posición y cordura, hallando
la muerte asimismo apenas adentrado en la madurez.
No
tan luctuosas pintan las cosas entre los autores actuales; se sabe, al menos,
que no es una vida de enfermedad o estrecheces lo que inspira los espantos de
Stephen King, Dean Koontz, Ramsey Campbell, Peter Straub o Clive Barker.
Tampoco les fue nada mal en su día a muchos de los grandes creadores
universales del género: los Robert L. Stevenson, Henry James, Arthur Conan
Doyle, Nathaniel Hawthorne, Rudyard Kipling, M. R. James, autores todos ellos
que disfrutaron en vida de prestigio social y una posición económica más o
menos desahogada. Ninguno de estos grandes escritores de lo siniestro, pues,
responde al modelo de poeta maldito genuino, que encarnan básicamente, además
de Poe, Maupassant y algún otro, los franceses Baudelaire, Verlaine y Rimbaud,
y el hispano César Vallejo.
Caracteres
comunes a tales atormentados semidioses suelen ser: neurosis constitucional o
sobrevenida; historial de bohemia y marginación social, con abuso de alcohol y
estupefacientes; actitud de rebeldía e insubordinación contra el poder
establecido, ya sea en el terreno social o estético; seducción por el mal o los
abismos; muerte temprana; y, en consonancia con todo ello, desarrollo de una
obra majestuosa, modélica y revolucionaria, tanto en la forma como en el
contenido.
Poe,
paradigma original de Lovecraft, cumplía sobradamente con todos los requisitos.
En cuanto a marginación social, la malevolencia acaso envidiosa de Stevenson
nos recuerda que incluso «el hambre llamó con demasiada frecuencia a su
puerta». Difícilmente se hace comprensible dicha circunstancia en un escritor
tan prodigiosamente dotado (aspecto en que también se le asemeja el de
Providence). Pero, avivado por el alcohol y la justa soberbia artística, el
espíritu de la «perverseness» que con tan escalofriante agudeza analizó en
varios de sus relatos –la coartada del malditismo por excelencia–, abortó
siempre en su mente todo viso de sentido común, con lo que no fue nunca capaz
de estructurar, para sí y para su desventurada familia, una vida decente. Da la
impresión de que los Middleton y Maupassant sucumbieron a la debilidad, y Poe a
la grandeza.
La
pregunta en este punto es obvia: el motivo de encuadrar a Lovecraft en tan
patibulario círculo. La única característica, si bien se piensa, que el sobrio
y altanero creador de Abdul Alhazred no comparte con sus colegas abiertamente
malditos, es la dependencia del alcohol y los narcóticos. Dicha carencia, sin
embargo, se encuentra de sobra compensada simplemente por su malsana afición a
la vida nocturna, a la soledad y al demente regodeo en su deslumbrante
capacidad onírica. Si persistimos en la comparación con Poe, Lovecraft igualaba
muchas de las dotes intelectuales de éste (al menos en erudición, posiblemente
lo superaba, según su biógrafo L. Sprague de Camp), y en cuanto a potencia
imaginativa y creadora, ambos llegaban por fuerza, de uno u otro modo, un poco
más lejos que cualquier otro autor. Ambos, también, fuera de las publicaciones
periódicas, apenas vieron algún libro publicado en vida (Lovecraft, La
sombra sobre Innsmouth, de 1932), y económicamente, en efecto, pasaron toda
la vida grandes dificultades.
En
el terreno literario, las muchas coincidencias (la deuda de Lovecraft) han sido
señaladas repetidamente por los estudiosos. Uno de los más importantes, Rafael
Llopis (Los mitos de Cthulhu, Alianza Editorial), afirma que, entre
otras obras, el Gordon Pym de Poe fue «releído o repensado o resentido»
por su discípulo a la hora de abordar la que fue quizá su obra capital, En
las montañas de la locura. Michel Houellebecq, por su parte, en su sentida
declaración de amor H. P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida,
establece tácitamente dos acusados paralelismos literarios entre uno y otro,
por cuanto lo que afirma de HPL cabe decirse en igual medida de Poe. Así, ambos
destruyen «a sus personajes sin sugerir nada más que el desmembramiento de una
marioneta», tratando los dos también a esos personajes como «proyecciones de la
verdadera personalidad de su autor».
Esta
factura de caracteres (cualquiera de los míseros asesinos anónimos de Poe o de
los osados “profesores” de Lovecraft), autorreferente y obsesiva (Houellebecq
la valora en Lovecraft como virtud, puesto que «contribuye a avivar la fuerza
de convicción de su universo»), ¿no invita a pensar en una especie de
reivindicación artística del ego herido por parte del creador? ¿No derivará,
por vía simbólica, de la vivencia de marginalidad social experimentada tan
larga e intensamente por ambos escritores? Lovecraft llevó su malditismo en
este punto aún más lejos que Poe, ya que, pese a intentarlo con ahínco –así lo
recuerda Sprague de Camp, refiriéndose a la breve época de su matrimonio–, fue
siempre incapaz de dar, siquiera, con un primer empleo “normal”. Sus relaciones
con el mundo se reducían al rancio círculo familiar (su madre, sus viejas tías),
y al cómodo y distante trato epistolar (se dice que escribió ¡unas cien mil
cartas!). Lovecraft, por último, murió joven y solo, a los 46 años; únicamente
vivió seis años más que su mentor de Boston y, como él, fuera de algunos
destellos de gloria, en su día fue valorado apenas por un exiguo grupo de
amigos y admiradores.
Pero
lo que hace de verdad “maldito” al taciturno caballero de Nueva Inglaterra,
como a Poe, es la honda seducción que obraba en él por lo siniestro y maligno.
Materialista y ateo confeso, vemos a través de sus tremendos poemas e historias
que fue capaz de extraer de sus penurias, prejuicios e inadaptaciones, de sus
lecturas y sueños distorsionados y enloquecidos, del aparentemente nada
vergonzante “amateurismo” literario que le perseguiría siempre, toda una
simbología, probablemente compensatoria, insistimos, de los mismos; hasta una
mitología completa, de la A
a la Z. El
ominoso culto a que dio origen (consúltese, si no, en Internet), al contrario
que su, decimos, ateo creador, sí que admitía dioses, extraterrestres como
todos los dioses, pero los suyos no podían ser del tipo bondadoso y compasivo
que adoraban sus contemporáneos acomodados en sus iglesias puritanas de altos
pináculos; los de Lovecraft, dotados de nombres fonéticamente tan sugerentes
como Cthulhu, Yog-Sothoth, Nyarlathotep…, eran apocalípticos monstruos de
crueldad y horror indecibles, atrapados en precarias dimensiones siempre prestas
a desbordarse infernalmente en la nuestra.
Habría
que preguntarse, por último, qué Necronomicon hubiese escrito Lovecraft
de haberse atrevido, como muchos todavía sugieren, a seguir el ejemplo de Poe
también con el alcohol y el láudano.
En mí despertaron sentidos hasta entonces dormidos, que me revelaron precipicios y vacíos poblados de horrores flotantes, abismos que conducían a simas insondables, a océanos tenebrosos y a negras ciudades de torres basálticas donde nunca brilló luz alguna.
Texto del artículo en literaturas.com